Epifanía del bosque
Es el bosque un lugar mítico. Desde siempre ha sido visto como la región de lo distinto, allí moran los monstruos, lo impensable. Para nosotros, citadinos, es una región simbólica en la que tememos perdernos.
De niños aprendimos a verlo como tierra de aventuras, lo conocimos literariamente y nos perdimos en relatos de prestidigitadores. Para Ana Erman el bosque es un territorio epifánico, el instante revelado. Nos dice: “Cuando estuve en ese bosque sentí que esa trama se incorporaba en mi trama interna… descubrí al árbol... me quede unas horas entre ellos... en un costado troncos y ramas”.
La artista asegura que su experiencia no ha sido mística, sino aquello que se puede comprender como un estado ideal de ataraxia. Mujer y bosque fueron lo mismo.
De aquella experiencia sensible parten estos trabajos que se exhiben en la Galería Carla Rey, son grabados experimentales de buen oficio y una instalación evocativa. Erman ha ido cimentando un conocimiento técnico donde el enlace saber-decir transita por lugares de concordia: sabe decir aquello que nace de su don.
De todas las lecturas posibles sobre un bosque, Ana eligió el relato de la fascinación; hay un encanto de cuento en el que se reconoce. Allí, atemporal, entrelazada con la naturaleza.
Un árbol es todos los árboles, todos los árboles nos hablan de uno y como ellos transcurrimos en el mismo sentido, nutriéndonos desde abajo, del humus profundo, para arborecer en otros. Hay algo del bosque que es fundante de nuestra existencia; introspección mágica, animista. Sentido el paisaje pensamos que somos él; criaturas originarias.
El bosque es región sagrada e inhóspita. Enraizada a lo humano, está poblada de secretos; siempre observada desde afuera: penetrarla sería someterse al designio sempiterno del numen. Hierofanía.
Antiguas leyendas lo sitúan como “país de la vida”, lugar primordial; es el escenario propicio para toda restauración existencial. Tierra prístina, obtura las heridas que se portan por andar caminos profanos.
Jorge Garnica