Una historia de vida
En los albores de la década de 1990, mi deseo de ser crítico de cine me había llevado a estudiar la carrera de artes en la Universidad de Buenos Aires. El cine había sido incorporado al currículo pocos años antes, través de un cambio de plan de estudios que había implicado, además, la reconversión de una carrera de corte historicista en una multidisciplinaria, más contemporánea.
Allí conocí a Ana Lía Werthein, quien se había hecho cargo de la asignatura Psicología del Arte -aunque a ella no le gustaba ese nombre1-, ante el abandono sin aviso de su titular anterior. A través de sus clases conocí el trabajo de Sigmund Freud, pero, sobre todo, el de Jacques Lacan. Asistir a sus enseñanzas incomprensibles2 -las de Lacan, las de Werthein- fue el punto de partida de un descubrimiento, de una revelación que marcaría mi (nuestras) vida(s) para siempre. Tras aprobar la asignatura, me acerqué a ella y le propuse ser su ayudante de cátedra. Desde entonces, no nos hemos separado más.
Los tiempos cambiaron y vino a suceder que yo me transformara en curador, y ella, en artista. Y fue Werthein quien vino a pedirme, ahora, que escribiera un primer texto sobre su obra, al que seguirían muchos otros. Entre los primeros, recuerdo dos, que vieron la luz hacia finales de la década de 1990: uno, sobre la figura de James Joyce; otro, sobre su particular mirada al campo argentino, sus pampas satelitales.
La obra de Ana Lía Werthein fue creciendo desde entonces, en ese doble sendero helicoidal, de cruces esporádicos, que dio por resultado un cuerpo de trabajos dedicado al campo y su contemporaneidad, y otro, orientado a la admiración por las personalidades que daban espesor al campo imaginario -de imágenes- del psicoanálisis.j Uno y otro fueron apareciendo de manera intermitente pero continua a lo largo de los últimos veinte años, reclamando una reflexión de mi parte en cada ocasión, como si hubiera sido elegido para llevar una suerte de crónica de este camino tan pródigo en ideas visuales y manifestaciones plásticas.
En el circuito del arte, la obra de Ana Lía Werthein quedó ligada a los horizontes, los planos cromáticos, las actividades rurales que fueron deviniendo pop, y luego, conglomerados cada vez más abstractos, con el doble sino de la tradición y la tecnología balanceándose constantemente por encima de ellas.
El campo no fue tan solo un tema de inspiración, sino un espacio de investigación, y, sobre todo, un terreno productivo, en múltiples sentidos. Fue, además -y quizás principalmente- un espacio visitado, caminado, atravesado de manera continua, a pie y a caballo, en la camioneta o a bordo de la maquinaria agrícola, casi siempre con la cámara fotográfica en la mano. De ahí que su mirada se tornara cada vez más cercana, inmediata e íntima.
La producción que surgió de esas investigaciones dio lugar a dos libros,4 que recorrieron pacientemente las diferentes etapas de las obras que Werthein le dedicó al campo argentino. Pero hasta ahora, su otra veta productiva, la que se relaciona con su tarea profesional como psicoanalista, solo había aparecido registrada en pequeños dípticos y catálogos, circunstanciales, aislados, sin continuidad.
Esta nueva publicación aborda esa veta, pero desde un lugar particular: desde las palabras de sus colegas psicoanalistas. Cada uno a su modo, han ensayado una forma de articular arte y psicoanálisis a partir del trabajo de Werthein, sin la intención de solapar los campos; más bien, haciendo lo que mejor saben hacer, que es justamente articular, activar bisagras, señalar roces, apuntar deslizamientos. El resultado posee la exquisita disonancia de las polifonías, esa incongruencia que no tranquiliza, sino que, por el contrario, abre preguntas que interpelan sin cesar.
Esta vez me ha tocado ser lector. O, en todo caso, un cronista de voces que ya no se parecen a la mía. Siempre fue un placer acompañar cada aparición de la obra de Ana Lía Werthein desde el lugar de la mirada y la palabra; hoy lo sigue siendo, desde este nuevo sitio de editor del trabajo intelectual de tan prestigiosos pensadores.
A Ana Lía Werthein le agradezco que me haya elegido para esta tarea, y el constante acompañamiento de su arte, pero también -sobre todo- el de su amistad. A la vida le agradezco habernos cruzado, y a los años, que ese cruce haya confluido en un sendero de momentos siempre entrañables.
Rodrigo Alonso