La obra de Bernardo Ortiz (Bogotá, Colombia, 1972) explora los territorios del dibujo, la escritura y la tipografía, y cruza la delicada frontera entre la obra de arte que se crea escribiendo y el dibujo que forma parte de un texto mayor: el de la práctica cotidiana del artista.
En palabras de Victoria Noorthoorn, directora del Museo de Arte Moderno y curadora de la exposición, el resultado “es un conjunto de obras que juega con la poesía concreto-conceptual a la vez que la desanda a cada paso cuando crea y produce conversaciones que, de cerca y de lejos, la envuelven -como el musgo que crece en torno a aquellos monolitos (la poesía concreta, el arte conceptual)- con una inteligencia filosa y un cálido sentido del absurdo".
Ortiz es un artista preocupado por el acto de ver y sus dobleces. Con su trabajo, nos invita a agudizar la mirada y a preguntarnos cómo se construye una imagen y qué constituye una obra de arte. Y nos provoca abiertamente al titular su exposición Borrar.
Para esta exhibición en el Moderno, Bernardo Ortiz ha producido una estructura arquitectónica especialmente diseñada para la ocasión, con el objetivo de permitir el despliegue de obras y dibujos. El espectador recorrerá la instalación descubriendo las operaciones poéticas de un artista dedicado obsesivamente a hacer posibles nuevos vínculos entre el texto y la imagen, que dejan de lado toda grandilocuencia para enfatizar la importancia del pequeño gesto artístico cotidiano y su potencial de transformación.
Ortiz se define como “dibujante” y señala: “Siempre he pensado que el dibujo permite mantener viva la potencialidad de lo que no fue hecho. Dibujar es una forma de hacer visible algo que todavía no existe del todo. Una ingeniera diseñando un puente, alguien que dibuja un mapa para otra persona, etc.”.
Las metas del artista son imposibles: recuperar la frágil memoria de un color, describir cada centímetro cuadrado de un pequeño grabado olvidado en un museo de arte moderno, describir –de memoria– cada uno de los 400 dibujos que perdió en una calle de Bogotá cuando un ladrón robó su morral, realizar un inventario con los nombres de todas las montañas de Colombia.
También, como en algunos dibujos aquí expuestos, hacer una suerte de levantamiento topográfico de las colonias de hongos que se apropiaron de varias hojas de papel Fabriano guardadas, en blanco, desde hacía 17 años, o exhibir los cálculos manuales que se esconden detrás de una operación (fallida) con bitcoins, la moneda virtual. Desafíos que llevan al reconocimiento de que su obra se alimenta de las nociones de fracaso o accidente y que siempre estará sin terminar, siempre en potencia: “Lo curioso es que una vida también está hecha de lo que nunca sucedió”.
Sus medios son simples: una hoja de papel, un retazo de seda, una computadora portátil, tinta o un lápiz negro y duro. Esta modestia de recursos impone un ritual riguroso para la creación de ciertos trabajos: el regreso cotidiano a diversas series de obras a través de las cuales el artista se compromete a usar el dibujo para hacer visible el paso del tiempo. En este sentido, su obsesión no está lejos de la de su padre arquitecto, o de la de Marcel Broodthaers, On Kawara o John Cage, por mencionar sólo a algunos de los grandes artistas que bien podrían pertenecer a su familia o que han nutrido su pensamiento.
Ortiz recurre con frecuencia a lo milimétrico y microscópico para exacerbar el contrapunto entre alejarse y acercarse para “ver mejor”. Al hacerlo, su obra explora el concepto de distancia: entre la obra de arte y su reproducción, entre lo material y lo visible, entre la intención y la interpretación.
Los giros poéticos altamente sofisticados y el interés de Ortiz por la edición generarán un fluido diálogo con la exposición Edgardo Antonio Vigo: Usina permanente de caos creativo. Obras 1953-1997, que inaugura en simultáneo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Al igual que Vigo, la obra de Bernardo Ortiz permitirá entrever relaciones fascinantes con legados vitales como el de la poesía concreta latinoamericana.