Como si se tratara de planetas alineados en una determinada conjunción, los tres artistas aquí convocados por el CFI suman intensidad y fusionan sus efectos operando circunstancialmente como uno solo, aunque sin perder singularidad, identidad ni carácter. Los emparenta, desde luego, un apego conceptual y estratégico a los registros y recursos de la representación, y más aún a la presencia en ese campo de personajes protagónicos, y es allí donde empiezan las diferencias.
Paula Grazzini asume con gran oficio y sensibilidad dramática la contundente decisión de que sus figuras femeninas en ropa interior den la espalda al espectador, absurdamente ordenadas en fila india, en poses o actitudes insólitas o sentadas lateralmente, como a la espera de algo. La piel, la carne, los cabellos, la marca de los huesos y esa virtual desnudez parcial de consultorio, de desvalida domesticidad son, para Grazzini, datos casi forenses para una nueva hipótesis del retrato, una individuación de antropológico anonimato, sin la complicidad de la fisonomía, reluctante a toda empatía fácil, más cerca de la frialdad legista que de la caprichosa sensualidad, con una materialidad que asombra y perturba, tan palpable y sedosa como abandonada y esquiva.
Alejandro Abt practica otra clase de congelación programática, aislando en una teatralidad desértica o en aérea ingravidez la cualidad maciza, casi escultórica de sus actores. El rigor descriptivo en rostros y vestimentas, y el minucioso detallismo caracterológico conviven secamente con una fanática estructuración compositiva, clave para la atmósfera de hieratismo artificial que se respira en sus escenas. Como si lograra retratar simultáneamente la verosimilitud en tiempo presente y la atemporalidad del recuerdo, apoyándose en la grisalla electrizada de una paleta cenicienta, forzando el límite entre el manifiesto clasista y la metáfora, Abt forcejea con las tradiciones del realismo social acuciadas por la impregnación irónica del hiperrealismo, sin dejarse atrapar por ninguno de esos fantasmas.
Argamonte se interna como un espeleólogo en la caverna de luces, sombras y matices de un blanco y negro poroso, táctil, maleable, para dotar de urgencia periodística, de crudeza documental, a la candorosa humanidad de sus retratados. En el sistema de imágenes duales que propone, la naturalidad expresiva y gestual de quienes se han entregado noblemente a la inquisidora objetividad de la cámara adquiere un nuevo sentido en su consanguinidad compositiva con el paisaje o el habitat, como si cada término de la ecuación pudiera percibirse en su verdadera dimensión de realidad sólo en la estrecha contigüidad con el otro. Así, con una conmovedora limpieza de recursos, Argamonte deshecha toda retórica sensiblera para materializar cara a cara, palpablemente, la tan anhelada integración animista entre tierra y hombre.
Eduardo Stupía – Mayo 2015