Cuando los canales digitales se volvieron "la única realidad posible", y el modo más conveniente de entrar en contacto con otros (o quizá salir) estuvo mediado por las pantallas, Salas se volcó al lápiz con la misma concentración que los monjes irlandeses aplicaban a la estructura intrincada de un nudo celta. Igual que ocurría con un manuscrito medieval iluminado, seguir el trazo de la artista es sumergirse en un trance meditativo que discurre sin dirección fija por los laberintos del pensamiento, sin ningún hilo de Ariadna que advierta el camino de salida.
“Dante era naif”, expresa Salas al recordar los interminables días y sus noches en los que la pandemia se asemejó a un infierno mucho más tórrido y abrasador que aquel al que llegó el literato florentino en su Divina Comedia. Si la angustia es moneda corriente, el dibujo es arma de combate: la línea se obsesiona en el afán de manifestar cómo se resiste por –y desde– el arte. Mandatos y expectativas, en idéntica proporción, se entrelazan en las cabezas de figuras atormentadas por su propia presión. Esa pesadumbre encuentra su equilibrio en la serenidad conferida a cada rostro por unos calmos rasgos toscanos que actúan como síntesis de la filiación plástica de la artista.
Compartimientos de guardado y clasificación se repiten serialmente: cajones, envases, lockers, buzones, estantes, valijas… Anuncian con espíritu maquinal que allí donde se acumula lo adquirido, también se deposita el deseo. En tiempos en los que se le rinde culto virtual a la instantaneidad, un hashtag titula esta exposición. Fue repetido con insistencia de mantra en boca de Salas, en medio del tortuoso magma del confinamiento, y funcionó en alguna medida para paliar el ahogo, para reducir la asfixia. Porque si hay algo que jamás perecerá, eso debe ser el arte... Menos mal que existe el dibujo.
Lic. Yamila Valeiras
Curadora MBQM