Relato curatorial
Por Marcelo E. Pacheco
El arte argentino del siglo XX estuvo marcado por luchas y enfrentamientos entre dos sectores que buscaban ocupar la posición de dominio en el campo artístico con su correlato en el campo de poder. Se trataba básicamente de las batallas que se daban entre los artistas tradicionales y los renovadores. Este tipo de dualidad no fue un fenómeno propio de lo local sino un comportamiento de la escena artística visible desde los inicios de la modernidad en París, alrededor del 1800, entre el Romanticismo y los artistas de la Academia.
Para los años 1920 en el arte argentino estas tensiones básicamente bipolares cambiaron en su sistema de luchas. La modernidad se ampliaba en sus propuestas, las presiones cambiaron su dinámica. Los conservadores ya tenían un terreno propio, firme en sus fronteras y claro en sus estrategias materiales y simbólicas, y en su red de complicidades.
Mandantes en el gusto mesocrático tenían su peso específico en amplios sectores de la crítica, colecciones, instituciones y mercado, y en sus materialidades y visualidades convenientemente actualizadas por un simple maquillaje. Mientras tanto, en el ámbito de los renovadores, la variedad de lenguajes se multiplicaba, así como sus polos de acción y de enfrentamientos.
En los inicios Ripamonte versus Malharro, luego Quirós versus Pettoruti, más tarde figuración versus abstracción versus no figuración, arte puro versus arte social, informalismo versus neofiguración, y así sucesivamente. La ida a la lucha nunca cesa porque el campo artístico es múltiple en sus signos y en sus instrumentos para la acumulación, generación y distribución de capital simbólico y capital material. Estas tensiones son parte constitutiva del relato curatorial planteado, son la base narrativa de las salas de la “Colección”.
A esta tensión madre entre tradicionales y renovadores se suman otro tipo de contradicciones que enfrentan a las obras, que a veces son motivos de choques adicionales y otras atracciones para crear sectores de sentidos reconocibles en sus armados: juegos de anclaje y de alternancia de temas y asuntos iconográficos; acercamientos o retracciones por rechazos estilísticos; reunión de trabajos con contaminaciones similares; construcción de micro secuencias narrativas mediante oraciones visuales eslabonadas; distribución de acuerdo a la focalización construida.
A este múltiple juego de posibilidades e intenciones que constituyen la gramática del presente campo de escritura, se le agregan dos más para entender la narrativa dispuesta en el espacio físico. Por un lado, la elección de una cronología focalizada como eje general de lectura y comprensión y por otro, las convivencias aún contradictorias entre los muchos signos dispuestos atravesados por su sucederse o por su temporidad. No se trata de una puesta cronológica a la manera de los historicismos de la modernidad ni tampoco trabajar eligiendo palabras sustantivas, a veces conceptos o cualidades que organizan núcleos expositivos sin tener en cuenta las historicidad propia de las presuntas categorías elegidas.
El marco de lectura es una cronología focalizada, un instrumento frecuente en los análisis narratológicos, las obras son consideradas en sí mismas, incluyendo su temporidad, y, al mismo tiempo son dispuestas de determinada manera, hay un cómo exponer las piezas que es parte constitutiva del discurso narrativo creado por la práctica curatorial.
El valor de la doble exposición en juego en toda muestra que señala Mieke Bal: una obra de arte se ve cómo se ve, al mismo tiempo, que se ve cómo se dispone, la pieza es cómo es y es cómo se despliega. 5 Una de las características reiteradas dentro del patrimonio institucional de la “Colección” es el desfasaje de fechas de las obras que resultan tardías con respecto al momento de la intervención más activa de su autor en la coyuntura artística, política y social.
Una colección permanente puede optar por diferentes relatos curatoriales pero la cronología focalizada tiene la virtud de plantear los interrogantes, los compromisos, las intencionalidades del proceso del arte en sus significaciones históricas, no en historicismos ni mandatos del deber ser histórico de lo moderno, sino en su temporidad, la obra atravesada en su existencia por su acontecer y por sus haces relacionales de significados.
Las obras son signos y como tales juegan en lazos de asociaciones y se mantienen siempre su historicidad que es tiempo elástico. Esta opción por la focalización permite el movimiento de las obras dentro de sus puntos de relevancia como parte de un haz temporal abierto y no de sujeción anclada, desaparece la cronología como línea recta en su ir ocurriendo mecánicamente y arrastrando las ideas de evolución y progreso.
Así, por ejemplo, para desplegar las acciones visuales del período iniciático de lo moderno se pueden llevar a este contexto los dos arlequines de Pettoruti de 1950 para entrelazarlos con Xul, Figari y Gómez Cornet. Obviamente el artista ha mantenido sus principales cualidades formales y artísticas de los años 20 lo que admite su traslado sin falsear los juegos de los lenguajes en sus varias dimensiones. Pettoruti en 1950 seguía trabajando con su propuesta de una concepción abstracta de lo visual montada sobre la ilusión de una percepción cercana al cubismo sintético.
El mismo tipo de desplazamiento temporal, gracias a la conservación de las señales básicas de los idiomas vistos en sus anteriores intervenciones, estimulan a otros pintores a ocupar su mejor localización como, por ejemplo, Aquiles Badi, Juan del Prete, Raquel Forner, Horacio Butler, Carlos Ripamonte, Luis Cordiviola, entre otros. La práctica curatorial como campo de escritura y la exposición como discurso narrativo permiten poner en acto una serie de recursos propios de múltiples disciplinas. Las obras como materia prima traen al debate sus dimensiones formales, significativas y visuales, y se convierten en oraciones de secuencias desplegadas en el espacio arquitectónico de las salas.